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¿Los famosos deberían contar tanto sobre sus enfermedades?

Las dos últimas décadas han demostrado que las estrellas, y sus dolencias, tienen un inmenso poder para desestigmatizar y concienciar sobre la enfermedad.

A photo illustration of Michael J. Fox and Celine Dion.
Credit...Photo illustration by Celina Pereira

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El verano pasado, Celine Dion protagonizó un momento cultural impresionante. Fue en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de París, justo después de una larga, alocada y maximalista preparación para el encendido del pebetero olímpico. De repente, estaba ella en una terraza de la centelleante Torre Eiffel, con un brillante vestido de Dior. Mientras cantaba, una marejada de aplausos y vítores resonó entre el público. Celine Dion estaba viva y cantaba. Y, si no lloraste, era porque no te habías enterado.

Era difícil no enterarse. Unas semanas antes de las Olimpiadas se estrenó Soy Céline Dion, un documental muy promocionado que mostraba a los espectadores qué había sucedido en su vida desde que quedó prácticamente confinada en casa a causa del síndrome de la persona rígida, un trastorno extremadamente raro que, en el caso de Dion, provoca aterradores espasmos en todo el cuerpo, tan graves que pueden romper huesos. Quien haya visto el documental sabe cómo son estas crisis, porque Dion se dejó filmar en una de ellas, durante 10 minutos, mientras su cuerpo parecía congelado en agónicas contorsiones. Para entonces ya conocíamos el universo de la enfermedad de Dion; la habíamos visto encerrada en su complejo de Las Vegas, rodeada de médicos, incapaz de caminar bien, incapaz de cantar bien, a menudo en decúbito supino, con el cuerpo distendido y la piel en carne viva. En términos de transparencia radical, el documental es un hito: un estándar completamente nuevo sobre la valentía para divulgar un incidente de salud.

Dion no es la única celebridad que ha invitado al público a ser testigo de la vida con una enfermedad grave. El documental de Lady Gaga de 2017, Gaga: Five Foot Two, reveló la lucha diaria de la estrella con la fibromialgia, y en Still, del año pasado, Michael J. Fox —una figura innovadora en términos de transparencia sobre las enfermedades de los famosos— subió aún más el listón sobre la gravedad de su enfermedad de Parkinson. Selma Blair, quien pasó una parte de su carrera ocultando sus síntomas, reveló finalmente que le habían diagnosticado esclerosis múltiple y empezó a publicar en las redes sociales información muy personal sobre su estado de salud. El año pasado, un número de la revista Vogue británica la presentó en portada con un vestido ajustado de color beige, zapatos de charol y un bastón, y un titular que la definía como “Dinámica, atrevida y discapacitada”.

Para los seguidores, estas narrativas pueden crear una especie de montaña rusa de sentimientos. Ves a Lady Gaga disminuida y sollozando a causa de un implacable dolor en todo el cuerpo y, luego, aparece suspendida desde lo alto de un estadio de Houston para una actuación en el medio tiempo del Super Bowl. Se ve a Celine Dion en un ataque desgarrador y horrible y luego cantando a pleno pulmón una canción de Edith Piaf desde las alturas.

Sin duda, la intención es mostrar que esas estrellas son solo humanas, que sus vidas y sus cuerpos tienen el mismo potencial de sufrimiento que los nuestros. Pero las escenas que nos ofrecen estas historias son casi inhumanas. Y al verlas, empecé a preguntarme si las estrellas que las protagonizaban no terminaban sintiéndose enjauladas por el aparentemente necesario marco de Hollywood en el que la inspiración y el drama tienen que primar sobre los matices y los múltiples puntos de vista. Dion y Gaga tienen que adaptarse a enfermedades para las que no existe cura conocida. ¿Qué hacen ahora? La respuesta es sinónimo de su trabajo: seguir la función.

Desde hace mucho tiempo, la carga de la persona enferma ha consistido en asumir algún papel social. Durante la Revolución Industrial, al vagabundo tuberculoso se le dotaba de belleza y misticismo. Más recientemente, como se describe de manera brillante en Bright-Sided, el exitoso libro de Barbara Ehrenreich publicado en 2009, los baby boomers han patentado el arquetipo del “guerrero” del cáncer, esa alma valiente y de pensamiento positivo que demostró que incluso la enfermedad puede ser un don. Y en el ámbito de los famosos, las dos últimas décadas han demostrado que las estrellas, y sus dolencias, tienen un inmenso poder para desestigmatizar y concienciar sobre la enfermedad.

Por ejemplo, en el cambio de milenio y tras perder a su marido de cáncer de colon, Katie Couric abogó por las colonoscopias, e incluso se hizo una en directo en el programa Today. Tantos estadounidenses reservaron posteriormente exámenes de colon que los médicos empezaron a hablar del “efecto Couric” (los actores Ryan Reynolds y Rob McElhenney se hicieron recientemente sus propias colonoscopias con el mismo espíritu). En la actualidad, innumerables jóvenes famosos han desarrollado sus carreras mientras hablan libremente de sus problemas de salud mental. En internet se pueden encontrar fácilmente listas de, por ejemplo, “34 famosos que se han sincerado sobre la depresión” o “76 famosos con trastorno por déficit de atención e hiperactividad”; el contenido puede parecer ligeramente explotador, pero la normalización que conlleva es, sin duda, positiva.

Sin embargo, la concienciación y la normalización no parecen ser los objetivos de las narraciones de las enfermedades de estrellas como Gaga o Dion. Estos documentales no están concebidos para hacer sentir al espectador que la mala salud es una parte de la vida que todo el mundo puede experimentar; más bien parecen historias sobre héroes triunfantes que nunca sucumbirán. La persona con un trastorno neurológico raro podría consolarse momentáneamente al ver que Dion también lo padece, y el paciente fibromiálgico podría sentirse validado por la franqueza de Gaga. Pero, en última instancia, a pocos enfermos les ayudará la idea de que, para que la enfermedad sea aceptable, hay que vencerla. El arco de este tipo de historias solo puede crear más presión y alienación para las personas que viven con enfermedades crónicas o discapacidades. Ella está en la Torre Eiffel; ¿por qué yo no puedo salir de la cama?, podrían preguntarse.

Y para los personajes públicos más propensos por naturaleza a la reserva, el imperativo de divulgarlo todo ahora es poco menos que opresivo. Pensemos en Kate Middleton, la princesa de Gales, quien claramente no quería revelar mucho sobre su enfermedad a la prensa o al público. Esta primavera, con el fin de apaciguar a un público británico casi rabioso de curiosidad —y para frenar el torbellino de teorías conspirativas que sugerían de todo, desde un matrimonio en crisis hasta un colapso mental— empezó a compartir información. Primero apareció una foto familiar un tanto extraña, que fue acusada de haber sido torpemente editada digitalmente o manipulada por la inteligencia artificial. Luego apareció un video en el que la princesa confirmaba que había sido operada del abdomen porque le habían diagnosticado cáncer y necesitaba quimioterapia. En ese caso también se sospechó de la intervención de la inteligencia artificial, como si no fuese suficientemente real.

Finalmente, estuvo en Wimbledon en julio, donde lució muy delgada tras el tratamiento y recibió una gran ovación. Un “símbolo de resistencia”, dijeron los locutores en ESPN y probablemente en todas partes. Al mes siguiente, el Palacio de Buckingham publicó un nuevo video, grabado después de la quimioterapia. El estilo de ese video era muy diferente. La vimos junto con el príncipe Guillermo y sus hijos retozando en un bosque bañado por el sol con ropa informal ligera, trepando enérgicamente por troncos, riendo, y jugando a las cartas. Kate caminaba melancólicamente entre hierbas altas y ondulantes, arrastrando una mano detrás de ella. Después, Kate y el príncipe se besaron en una alfombra de picnic, el tipo de exhibición pública que esta pareja no suele hacer. El cáncer, dijo, le había dado “una nueva perspectiva de todo”.

El video es muy extraño (en gran parte de este, el príncipe Guillermo parece que se va a morir, pero de incomodidad). Se tiene la sensación de que, al igual que la estrella de Pantera negra Chadwick Boseman o la escritora y directora Nora Ephron o el cómico Norm MacDonald, Middleton no se siente naturalmente inclinada a compartir su enfermedad. Da la sensación de que, como la mayoría de las personas que se recuperan de la quimioterapia, prefiere que la dejen en paz, que la perdonen por no estar lo más vivaz o presentable posible. Pero nuestras nuevas expectativas de un estilo audaz de transparencia hacen que este tipo de deseo sea imposible de cumplir. Los anuncios formales de enfermedad y las peticiones de privacidad son vistas en la esfera pública casi como una afrenta. A Kate no le basta con decirle a la nación que tiene cáncer. Ella tiene que ser el cáncer, y ser mejor por tenerlo.

Mireille Silcoff es una crítica cultural que recientemente escribió sobre subculturas adolescentes para la revista del Times.

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